lunes, 10 de febrero de 2014

Mi abuelo: Nano.

Y ahí estaba él, en el baile del pueblo de al lado, algunos aún con la pinza de la ropa en el pantalón, para que no se enganchara con el disco de la bicicleta, venían del campo. Y hasta ahí llegaba a contar, porque los lagrimones de los ojos le impedían continuar. Él era así, joder, que te contagiaba la risa y no podías parar. Y esas carcajadas que en mi memoria visual afloran eran porque dos buenos amigos bailaban con dos apuestas señoras, o al menos eso creían, cuando una de aquéllas "féminas" le dijo: ¿no me conoces?, soy el "Almendrita", y con esa fantástica frase, todos imaginábamos la situación de aquellos años 50 cuando aquél ya famoso Almendrita había osado vestirse de mujer...e imaginen la respuesta del bailongo del contrario intentando al menos, vislumbrar hombro o muslo.

Podría escribir libros, enciclopedias, tomos enteros y repletos de historias de la guerra, de su juventud o aquella en la que un primo suyo y él se casaron con dos hermanas. Pero sobre todo, puedo contarles infinidad de consejos, de aventuras y la historia de un pueblo, que no sólo adoraba, sino que lo vio nacer y morir. Tanto es así, que en la guerra se entrometió entre una bala y otro soldado para volverse pronto. Y fíjense, se hizo cartero (después peluquero), pero para poder controlar a cada uno de los habitantes, menudo fenómeno era. La de veces que fuimos a comprar y nos volvimos sin lo pactado por la contraria, menudas charlas se llevaba, y es que durante el camino, habíamos hablado de todo y con tantos que era imposible recordar cuál era nuestro fin.

Los que me conocen saben que siempre fue un referente, los que lo conocieron, saben que no miento. Ese hombre me transmitió casi todo lo que hoy tengo, aquello a donde un padre no debería llegar, aquello a donde un amigo ni aún queriendo llegaría. Hablo de aquello intrínseco en una persona que vivió tanto, que pasó por tanto, que luchó por tanto, que nadie en su sano juicio pudiera contravenir. 

No quiero en estas líneas beatificar a mi bendito abuelo, no sería justo. Y en eso querría incidir, en lo justo que siempre fue, en esa bondad que hoy empeño en descubrir, en que habiendo conocido la maldad, como supo olvidarla de su memoria, y empeñar el resto de su vida en hacer el bien. Tanto bien hizo, que se pasó, pero no lo podía evitar, él era así.

Recuerdo, de niño, haber poseído lo más valioso del barrio, curiosamente, lo mejor del cole. Todos, sin excepción, cada uno de los que por su puerta pasaban, se convertían por un corto periodo de tiempo en nietos adoptivos. Él era así.


Bueno, él era un hombre muy bueno. Sus ojos desprendían sencillez, alegría, cariño, sus gestos, sus besos, sus manos ofrecían humanidad y caridad. Tanto fue así que no dejó ni un sólo momento de sonreír, incluso cuando Dios lo reclamaba para disfrutar de él en el cielo, esbozaba una sonrisa como las de siempre, como las de Nano. Él, era así.